martes, 2 de julio de 2019

Recordando a Legrand

El 24 de julio próximo se conmemorará el primer lustro de la desaparición física de Diego Legrand, mi maestro y amigo. También son cinco años de la partida de la inolvidable pianista Nybia Mariño y del director de coro y también compositor Nestor Rosa Civitate. Pero claro: son exponentes de un tipo de música hoy denominada “académica”, a la que los medios masivos no suelen dedicarle más que algunas escuetas menciones, sea por razones de mercado o por alguna otra no menos relevante.

De trato afable, expresión pausada y maneras sencillas, la presunción de los tantos reconocimientos y premios ganados aquí y allá, al maestro Diego Legrand no le llegaron nunca ni a sus labios ni a su cabeza, desde esa timidez como de niño grande que parecía esconderse detrás de sus grandes anteojos. Durante los largos años en que me honró con su docencia primero y luego con su amistad, jamás le escuché proferir palabras destempladas; antes bien, era su buen humor, el que lo sobreponía a las dificultades propias de la existencia. Y así era su música: elegante, medida, inteligente, valiéndose de un lenguaje que sin despreciar lo local -llamó tempranamente la atención con su Danza Criolla (1956) y volvió a esta temática en Recordando a Piazzolla (1998), también para piano- apeló sobre todo a lo universal y objetivo.

Legrand había nacido en Montevideo el 20 de septiembre de 1928 en el seno de una familia distinguida de ascendencia francesa y vasta cultura humanística. Su abuelo Enrique Legrand (1861-1939) hoy recordado en una calle del barrio de Malvín, había sido un destacado matemático, astrónomo, escritor y esperantista; mientras que su padre Carlos Diego Legrand (1901-1986) fue un reconocido naturalista y botánico de renombre internacional, por cuyos méritos el Gobierno de Francia le confirió en 1958 el título de Caballero de la Legión de Honor.

Fue un músico de raza, en el más amplio sentido de la expresión: de niño había aprendido de una tía abuela el 1er movimiento de la Sonata Claro de Luna de Beethoven, y lo interpretaba sin más magisterio que el de su propia oreja. Fue recién a sus 19 años que inició estudios musicales formales en el Conservatorio Kolischer con Adela Taborda y Nydia Pereyra, prosiguiéndolos con Sarah Bourdillon y Guido Santórsola, y más tarde con Cristobal Halffter en Santiago de Compostela y luego, como no, en París con Jorge Arriagada.


Activo animador de la actividad musical local, formó parte del Núcleo de Música Nueva del que fue su cofundador, de la Sociedad Uruguaya de Música Contemporánea a la que presidió en dos oportunidades, integró diversos jurados, pero por sobre todo fue un compositor prolífico. Allí, desde los altos de su casa de la calle Berro, en un luminoso estudio entre libros y recuerdos, daba origen a obras de marcado estilo neoclásico al principio, lo que es patente de apreciar en Música para cuerdas (1960), su primera obra para orquesta estrenada por la OSSODRE conducida por Howard Mitchell, o la Sinfonietta (1963). Después vendrá una etapa de experimentación, con partituras que marcaron un hito en su catálogo y aún en el panorama musical vernáculo, como Halos (1968), obra sinfónica estrenada por la Sinfónica Municipal (hoy Filarmónica) dirigida por Carlos Estrada. Se trata de una pieza basada en efectos tímbricos, ambientación y el color; Espacio I (1968), Espacios II (1983), Constelaciones (1970) para piano con encordado, Momentos II (1984) para clarinete, cello y piano; obras aleatorias como Jacet (1970) y otras incluso sin partitura, ya que para él “lo que importa es la música, expresar más allá de los estilos”.
Ese élan, con una fuerte carga de intuición, le confirió a su creación musical una enorme libertad expresiva, allende los esquemas de la vanguardia propia de la segunda mitad del pasado siglo. Tengo un particular sentimiento de gratitud con Diego Legrand, más allá de cuanto me dejó su larga docencia y amistad sincera; fue remarcable su contribución con una obra propia a un concierto que ofrecimos en el marco del XII Festival Internacional de Órgano de 1998 organizado por C. García Banegas, junto al coro de la Schola Cantorum de Montevideo y la organista Myriam Marchioro. En esa ocasión, Pórticos en 1ª audición, obtuvo un enorme suceso.

Lo cierto es que Legrand entendía que “la música es una cuestión mental, como decía Da Vinci”. Y así, en tanto ajedrecista experimentado, la resolvía en unas pocas jugadas maestras, probando los acordes en el armonio Mustel que fuera de su abuelo y poniendo, en fin, lo justo, en un tablero imaginario.
Estoy seguro que estas palabras y sentimientos de afecto, se corresponden con el sentir de innumerables amantes de la música que también admiraron su obra y su personalidad. 

Enrique Merello-Guilleminot 


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