El 24 de julio próximo se
conmemorará el primer lustro de la desaparición física de Diego Legrand, mi
maestro y amigo. También son cinco años de la partida de la inolvidable
pianista Nybia Mariño y del director de coro y también compositor Nestor Rosa
Civitate. Pero claro: son exponentes de un tipo de música hoy denominada
“académica”, a la que los medios masivos no suelen dedicarle más que algunas
escuetas menciones, sea por razones de mercado o por alguna otra no menos
relevante.
De trato afable, expresión
pausada y maneras sencillas, la presunción de los tantos reconocimientos
y premios ganados aquí y allá, al maestro Diego Legrand no le llegaron nunca ni
a sus labios ni a su cabeza, desde esa timidez como de niño grande que parecía
esconderse detrás de sus grandes anteojos. Durante los largos años en que me honró con su
docencia primero y luego con su amistad, jamás le escuché proferir palabras destempladas;
antes bien, era su buen humor, el que lo sobreponía a las
dificultades propias de la existencia. Y así era su música: elegante, medida,
inteligente, valiéndose de un lenguaje que sin despreciar lo local -llamó tempranamente
la atención con su Danza Criolla (1956) y volvió a esta temática en Recordando
a Piazzolla (1998), también para piano- apeló sobre todo a lo universal y
objetivo.
Legrand había nacido en
Montevideo el 20 de septiembre de 1928 en el seno de una familia distinguida de
ascendencia francesa y vasta cultura humanística. Su abuelo Enrique Legrand
(1861-1939) hoy recordado en una calle del barrio de Malvín, había sido un
destacado matemático, astrónomo, escritor y esperantista; mientras que su padre
Carlos Diego Legrand (1901-1986) fue un reconocido naturalista y botánico de
renombre internacional, por cuyos méritos el Gobierno de Francia le confirió en
1958 el título de Caballero de la Legión de Honor.
Fue un músico de raza, en el más
amplio sentido de la expresión: de niño había aprendido de una tía abuela el
1er movimiento de la Sonata Claro de Luna
de Beethoven, y lo interpretaba sin más magisterio que el de su propia oreja. Fue
recién a sus 19 años que inició estudios musicales formales en el Conservatorio
Kolischer con Adela Taborda y Nydia Pereyra, prosiguiéndolos con Sarah
Bourdillon y Guido Santórsola, y más tarde con Cristobal Halffter en Santiago
de Compostela y luego, como no, en París con Jorge Arriagada.
Activo
animador de la actividad musical local, formó parte del Núcleo de Música Nueva
del que fue su cofundador, de la Sociedad Uruguaya de Música Contemporánea a la
que presidió en dos oportunidades, integró diversos jurados, pero por sobre
todo fue un compositor prolífico. Allí, desde los altos de su casa de la calle Berro,
en un luminoso estudio entre libros y recuerdos, daba origen a obras de marcado
estilo neoclásico al principio, lo que es patente de apreciar en Música para cuerdas (1960), su primera
obra para orquesta estrenada por la OSSODRE conducida por Howard Mitchell, o la
Sinfonietta (1963). Después vendrá
una etapa de experimentación, con partituras que marcaron un hito en su
catálogo y aún en el panorama musical vernáculo, como Halos (1968), obra sinfónica estrenada por la Sinfónica Municipal
(hoy Filarmónica) dirigida por Carlos Estrada. Se trata de una pieza basada en
efectos tímbricos, ambientación y el color; Espacio
I (1968), Espacios
II (1983), Constelaciones (1970)
para piano con encordado, Momentos II
(1984) para clarinete, cello y piano; obras aleatorias como Jacet (1970) y otras incluso sin
partitura, ya que para él “lo que importa es la música, expresar más allá de
los estilos”.
Ese élan, con una fuerte carga de intuición, le confirió a su creación
musical una enorme libertad expresiva, allende los esquemas de la vanguardia
propia de la segunda mitad del pasado siglo. Tengo un particular sentimiento de
gratitud con Diego Legrand, más allá de cuanto me dejó su larga docencia y
amistad sincera; fue remarcable su contribución con una obra propia a un
concierto que ofrecimos en el marco del XII Festival Internacional de Órgano de
1998 organizado por C. García Banegas, junto al coro de la Schola Cantorum de
Montevideo y la organista Myriam Marchioro. En esa ocasión, Pórticos en 1ª audición, obtuvo un enorme suceso.
Lo cierto es que Legrand entendía que
“la música es una cuestión mental, como decía Da Vinci”. Y así, en tanto ajedrecista
experimentado, la resolvía en unas pocas jugadas maestras, probando los acordes
en el armonio Mustel que fuera de su abuelo y poniendo, en fin, lo justo, en un
tablero imaginario.
Estoy seguro que estas palabras y
sentimientos de afecto, se corresponden con el sentir de innumerables amantes
de la música que también admiraron su obra y su personalidad.
Enrique Merello-Guilleminot