Con más de 1200 años de historia,
el canto gregoriano pareciera, como las pirámides, desafiar el tiempo. Pero, a
diferencia de éstas, se trata de un monumento vivo, animado por la misma
Palabra de Dios que canta. Soplo del hombre que responde al soplo divino, aquí
y allá, en Europa, el África, en Japón o en los países de América, estas
melodías se han ganado su lugar propio, rebasando el ámbito de la
liturgia de donde nacieron. Como si la cultura del tiempo real le hiciese un
hueco a esta música que parece germinar en el silencio y fundirse en la
eternidad. Ese pasado de larga memoria nos lleva al misterio mismo de la
experiencia de la fe, al lugar de encuentro entre el canto y el encanto.
UN CANTO CAROLINGIO LLAMADO GREGORIANO
Si se quisiera remontar el largo
río de la historia del repertorio llamado gregoriano, debiera orientarse la
proa hasta el origen mismo de la fe cristiana. Es la barca de la Iglesia romana
la que llevó hacia todos los puertos y desde sus inicios el mensaje de Jesús de
Nazaret y con él, sus particulares formas de transmisión.
Imbricada en las tradiciones
judías como brote de un mismo tronco, cristianos y judíos compartían en los
primeros tiempos, la misma forma de cantar, rezar y leer las Sagradas
Escrituras. El propio Jesucristo era observante de esta liturgia que ya tenía
en la salmodia (1) su meollo, la clave para hablar con
Dios. No sin razón se ha dicho que en los salmos está implícita la oración de
Jesús, y que quien los canta pone en su boca las propias palabras del Nazareno.
Tal como documenta Tertuliano a
comienzos del siglo III (2) ese esquema
lectura-canto-oración se constituirá en matriz tanto del oficio divino, hoy
conocido como liturgia de las horas, como de la misa, entonces llamada fracción
del pan. A partir del 313 (Edicto de Milán), la habilitación de la religión
cristiana y luego su oficialización ayudó al desenvolvimiento del culto y
de la música de la Iglesia, universalizándose conforme se establecía el
latín como lengua litúrgica. La solemnidad del rito y de la música creció tanto
como el tamaño y esplendor de las basílicas. Sin embargo, esto no inhibió al
desarrollo más o menos autónomo de diferentes tradiciones relacionadas con el
contexto local en donde el cristianismo era implantado.
Cuando en el 590 Gregorio (ca.
540-604) es elegido obispo de Roma, la diversidad de lenguajes musicales de uso
en el rito cristiano era considerable. Así, existía un canto milanés (o
ambrosiano, por S. Ambrosio, obispo de esa ciudad en el siglo IV), un canto
galicano (en la antigua Galia, hoy Francia), uno mozárabe (en España), otro
beneventano (en el sur de Italia) y el canto romano.
Antifonario Visigótico Mozárabe de la Catedral de León Ms. 8, o Antifonario de León (s. X),
el códice musical más importante de la liturgia hispánica.
el códice musical más importante de la liturgia hispánica.
Es bien probable que Gregorio I,
monje antes que papa, tuviese en alta estima la música en relación con su
función sagrada, habida cuenta de la importancia que tradicionalmente tuvo y
tiene el canto en la vida monástica, como vehículo idóneo para la alabanza
divina, al menos desde la Regula monachorum redactada hacia el
540 por S. Benito de Nursia. Pero en la cátedra de S. Pedro, Gregorio fue
absorbido por sus obligaciones de estado, una actividad desbordante como para
“componer” por sí mismo un repertorio para la totalidad del Año litúrgico (3).
Sin embargo, su pontificado y
obras le valieron tal prestigio (4), que más de dos
siglos después, ya estaba fuertemente instalada la leyenda que le atribuía la
autoría de la música litúrgica romana. Unos comentarios aparecidos en la Vita
Gregorii Magni de Juan Hymmonides el Diácono (¿?- ca. 882)
sobre un supuesto Antiphonale “muy útil para los cantores” del
cual S. Gregorio sería responsable; el prólogo a ciertos libros de canto que a
partir del siglo IX le reconocen su paternidad (5); y
finalmente la iconografía que completó su imagen con una eterna paloma que
parece dictarle al oído la música que debieran cantar los fieles, contribuyeron
a ello.
La realidad histórica es que este
compendio melódico surge de una hibridación entre el canto galicano y el
romano, llevada a cabo bajo los monarcas carolingios, a fin de asegurar la
unidad política y religiosa del imperio. Escribe Carlomagno: “que todos
aprendan el canto romano (...) y se suprima el oficio galicano, en vistas a la
unidad con la Sede apostólica” (6), entendiéndose aquí
por “romano” ya ese mestizaje en el cual el galicano fue reacondicionado a los
textos y al calendario romano por los técnicos establecidos en Metz, ciudad que
por acción de su obispo S. Crodegango (ca. 712-766) se había
transformado en un importante centro musical.
Habida cuenta entonces de su
genealogía, procedencia o época en la que se originó su versión definitiva,
este repertorio bien podría conocerse como canto “romano-franco”, canto
“metense” o “carolingio”, sin faltar a la verdad en ninguna de las tres posibilidades.
Con recursos musicales mínimos, en tanto se entona a una sola voz y sin acompañamiento –a partir de los Padres de la Iglesia se reconocía en el cuerpo humano el instrumento ideal, pues en él vibra el alma del justo-; una valorización de las notas antes que una cuantificación -los sonidos carecen propiamente de medida, lo que le valió luego la apelación de cantus planus o canto llano- y una organización interna de los sonidos -la modalidad- que no se basa en escalas, sino en determinados vínculos de atracciones, este repertorio es fijado y notado con minucia, desplazando paulatinamente a los demás. Y, promovido por las autoridades, y puesto bajo el patrocinio de S. Gregorio Magno, se expandió como el canto “de Gregorio” o “gregoriano” en un arco de tiempo amplio, hasta ser finalmente adoptado por Roma a principios del siglo XIII.
El AL. Ostende nobis del Tiempo de Adviento, registrado en el Cantatorium o
Sankt
Gallen Stiftsbibl. 359 (922-925).
EN BUSCA DEL GREGORIANO PERDIDO
Paradójicamente, la
estabilización por escrito del gregoriano acompañó su paulatino retroceso. El
afán por precisar los intervalos musicales, fundamentales a la ciencia nueva
que iba abriéndose paso, la polifonía, supuso un corte en la tradición oral,
sobre todo en lo relativo a los aspectos más específicos de su expresión.
Material de trabajo para los
compositores de las primeras formas musicales a varias voces simultáneas, del
repertorio gregoriano no quedó luego sino un recuerdo de su grandeza descarnada
y contundente. Cuando la Contrarreforma (Concilio de Trento), Roma, cautivada
por el nuevo género musical entonces en pleno apogeo, somete estas melodías a
revisión -según el gusto del momento- y las hace imprimir entre 1614 y 1615, en
una edición patrocinada por el cardenal de Médicis. Era un “arreglo”, en el
cual no se dudó en cercenar los extensos melismas (7) en
el entonces incomprensibles. El canto gregoriano, a espaldas de algo que muy
poco tenía que ver con ello, quedó olvidado bajo el polvo de los viejos
códices de las bibliotecas de monasterios y universidades, a la sombra del
barroco musical, de Bach, de Mozart y Beethoven...
Con la restauración en 1833 del
monasterio de Saint-Pierre de Solesmes, en Francia, la historia de este
lenguaje musical es la de su paulatina restauración en todo el universo
cristiano. Fue dom Prósper Guéranger (1805-1875) quien decide adquirir lo que
quedaba tras la Revolución, de ese antiguo priorato benedictino fundado en el
1010, enterado de que su propietario tenía intenciones de terminar de echarlo
abajo. Con sus edificios, la restauración de Solesmes fue también la de la vida
monástica en el lugar, y del repertorio litúrgico tradicional de la Iglesia
católica romana.
Dom Guéranger enseguida
encomienda a sus monjes a rezar cantando, en conformidad a la más pura
tradición en la materia y más allá de las fuentes que ofrecían solamente “una
sucesión pesada y agotadora de notas cuadradas que no sugieren un sentimiento
ni pueden decir nada al alma”(8). Por esa época los
signos con los que se registraron las melodías gregorianas, llamados neumas (9)
resultaban incomprensibles. Fue dom Joseph Pothier (1835-1923), quien emprendió
el análisis de las piezas, sobre la base del precioso códice Saint-Gall 359 del
siglo X descubierto por el Lambilotte en 1849 y publicado dos años
después. Convencido de la permanencia de la tradición oral, el estudio
comparado de los antiguos libros de canto permitió a dom Pothier, como un
verdadero “Champollion de los neumas”, decodificar esa otra suerte de
jeroglíficos con los que los notadores de más de mil años atrás fijaron las
melodías para cantarle a Dios, permitiendo pronto ejecutarlas con buen nivel de
fidelidad. La invención y posterior desarrollo de la técnica fotográfica fue
una ayuda inestimable a este propósito.
Aún así, en 1873 una nueva
edición derivada de aquella medicaea aparecida en el Renacimiento, es aprobada
por Roma como versión oficial. Esto hacía que hubiese un gregoriano
“genuino” y canónico, y otro verdaderamente auténtico sostenido por el concurso
de distintas ramas de la ciencia (y en especial la paleografía musical), el
gregoriano histórico extraído de los documentos. Primero fue León XIII y luego,
a poco de asumir la sede de S. Pedro, fue S. Pío X, quienes comenzaron a
revertir esta situación. El motu proprio Tra le sollecitudini (10) de este último, lo calificó como “modelo perfecto”
para cualquier otra forma de música católica dedicada al culto, avalando las
investigaciones musicológicas sobre el fondo melódico antiguo emprendidas por
Solesmes y promoviendo en fin, una edición definitiva, la actual vaticana,
cuyos libros principales verán la luz antes de la Gran Guerra.
En la misma línea, el concilio
Vaticano II reconoció el gregoriano como “el canto propio de la liturgia romana” (11), definición que contrariamente a lo que a veces se
acepta y presenta como objeción a este repertorio, no genera dificultad por
cuanto el latín, el de la Biblia Vulgata Latina de S. Jerónimo y
del canto gregoriano, lejos de abolirse, fue definido como la lengua litúrgica
de la Iglesia católica.
El Graduale Triplex (Solesmes, 1979), libro post-conciliar que
a la notación melódica cuadrada tradicional del canto gregoriano, le incorpora
las versiones de S. Gall y Laon. Aquí el GR. Sederunt principes, de la Misa de San Estéban.
Proceso en marcha que involucra
nuevas ciencias como la semiología gregoriana, surgida por el genio de otro
monje benedictino, dom Eugène Cardine (1905-1988), este repertorio empero se
podrá considerar plenamente restaurado cuando la apoyatura de la práctica
ritual le restituya en su lugar histórico, de manera viva y habitual, derecho y
necesidad que ha sido reconocido y exaltado por las autoridades de la Iglesia
en fechas recientes (12).
EL CANTO GREGORIANO EN EL RIO DE
LA PLATA
Desde que el primer misionero
español puso pie en las pampas y le fue dado cantar la misa ante criollos y
amerindios, el gregoriano se hizo parte de la historia de las naciones del
Plata. Entonces, se le conocía como canto llano, y no era otra cosa que el de
la medicaea que llenaba los misales de la época.
La primera referencia a la
tradición gregoriana en tierras orientales se remonta a 1824, año en que llegó
al Río de la Plata la Misión Apostólica Muzi, integrada por Giovanni Mastai
Ferretti, luego elevado al papado con el nombre de Pío IX. El secretario de la
misma, José Sallusti, autor de una crónica aparecida tres años después en Roma
con el nombre de Storia, da cuenta que “en un pequeño pueblo de indios
llamado Durazno” se celebraba misa “con el canto gregoriano muy bien entonado”
por los propios indígenas. A lo que el cronista agrega: “como si estuviesen
todavía bajo el régimen de aquellos buenos Directores de la Compañía que los
habían instruido" (13). Desde luego, estos
cantores no eran sino los guaraníes provenientes de los pueblos misioneros del
norte que, en su diáspora tras la expulsión de la Compañía de Jesús de España y
los territorios de ultramar en 1767, se establecieron en importante número en
la zona central de la Banda Oriental. Y el gregoriano que podían entonar, era
parte del lenguaje religioso que habían aprendido, no más arte que la liturgia
en la cual estaba engarzado y vivían de manera espontánea.
Sobre finales del siglo XIX la
Argentina y el Uruguay no fueron indiferentes a las investigaciones llevadas
adelante por los monjes de Solesmes. En los medios católicos de la región, el
gregoriano restaurado se abría camino, siguiendo las directivas del motu proprio
de S. Pío X antes mencionado, y particularmente gracias a la enorme difusión
del Liber Usualis Missae et Officii (1903), verdadero vademécum por
contener las piezas de las misas y oficios de los domingos y fiestas del año,
con el agregado de un sistema rítmico para ejecutarlas, desarrollado y
difundido por dom André Mocquereau (1849-1930).
Este movimiento litúrgico,
asimismo se vio favorecido por la fundación en 1914 de la Abadía de San Benito
de Buenos Aires, por monjes de la Abadía de Santo Domingo de Silos (España). En
efecto, su I Abad P. Andrés Azcárate (1891- 1981), a más de promover la
práctica esmerada del canto gregoriano entre sus monjes, propició el dictado de
innumerables sesiones y cursos, la creación de coros y la publicación de
revistas y subsidios, siendo autor él mismo de obras como Rudimentos de
canto gregoriano, y sobre todo La flor de la Liturgia, aparecidas en
Buenos Aires en 1932, que ganaron amplia difusión en el Río de la Plata y toda
Hispanoamérica.
El paulatino desplazamiento del
latín del ámbito del culto, fenómeno que se dio desde mediados de los ’60 a
escala planetaria, no impidió que hoy estas melodías sean el lenguaje litúrgico
propio de ciertas comunidades religiosas, principal móvil de instituciones y
agrupaciones de laicos que las ponen en práctica en el templo como fuera de él,
materia de estudio de las universidades, afición en fin, de espíritus
sensibles, trascendente a toda frontera de confesionalidad. No ha de llamar la
atención, ateniéndonos a su mismo doble objetivo, que es el de toda música
sagrada: la gloria de Dios y la santificación de los hombres (14).
La Schola Cantorum de Montevideo cuando sus veinte años (2008).
En esta institución musical uruguaya se daban cita personas de diversas confesiones
unidos por el mismo amor al repertorio gregoriano.
Instrumento y símbolo a la vez, usus
y ars, el canto gregoriano con belleza inmarcesible expresa el
amor que Dios nos tiene y el nuestro propio hacia Él. Y esto, en medio de este
tiempo surcado por el ruido, más que un bálsamo, constituye un verdadero
anticipo.
Enrique Merello-Guilleminot
(1) La práctica de entonar el salterio, el
conjunto de los 150 salmos bíblicos.
(2) Cf. TERTULIANO, De
anima, IX.
(4) Junto a S. Ambrosio, S. Agustín de Hipona y S. Jerónimo, S. Gregorio Magno
es uno de los cuatro primeros Doctores de la Iglesia, reconocidos también como
Padres de la Iglesia de occidente.
(5) Se
conoce por su íncipit Gregorisu praseul, y por siglos fue la prueba de
la labor de S. Gregorio I como compositor. Así se presenta en el folio 2 del Cantatorium
de Monza, el libro más antiguo de piezas para el solista: “El prelado Gregorio
se elevó al honor supremo, del cual es digno por sus méritos y por su
nacimiento, restauró la heredad de los antiguos Padres, compuso para la Schola
Cantorum esta colección del arte musical”, citado por Juan Carlos ASENSIO, El
canto gregoriano. Historia, liturgia, formas…, pp. 26-27, Alianza Música,
Madrid, 2003.
(6) Cf. Admonitio
generalis, 23/03/789, N°80, citado por Georges TESSIER, Charlemagne, p.
307, coll. “Le mémorial
des siècles” edición G. Walter, Albin Michel, Paris, 1967.
(7)
Fragmentos de música pura sobre una sola vocal, que paulatinamente se fueron
incorporando al solo texto cantado.
(8) Cf. Dom Prosper
GUÉRANGER, Carta de aprobación al Méthode raisonnée de plaint-chant de A.-M.
Gontier, Le Mans, 1859, p. XII, citado por dom Daniel SAULNER, Le chant
grégorien, Centre Culturel de l’Ouest, 1995, p. 10.
(9) “Signo” o también “aire”, en el sentido de espíritu de los sonidos
representados, según las dos etimologías posibles.
(12) Cf. BENEDICTO XVI, exhortación
apostólica post-sinodal Sacramentum caritatis, 42 (22 de febrero de
2007). En este documento, el Santo Padre tras referirse a la introducción de
géneros inapropiados al culto y a la improvisación musical tan fácil de
constatar en diferentes lugares, manifiesta: “deseo que, como los padres sinodales
lo han demandado, el canto gregoriano en tanto que propio de la liturgia
romana, sea valorizado de manera apropiada”.
(13)
Citado por Guillermo FURLONG, La Misión Muzi en Montevideo (1824-1825),
“Revista del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay”, t. XIII,
Montevideo, 1937, p. 253.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario