I
Aquella tarde, los dados rodaban displicentes sobre la rala superficie del tablero. Una bandeja de scones semivacía y un par de tazas de humeante té Earl Grey, acompañaban la partida, mientras la Novena de Bruckner y sus geometrías de catedral salían del artefacto de más allá. Por alguna razón estaba en un rincón el otro combate, el de las rígidas piezas que entonces no hacían sino mirarse desafiantes: el íntimo rey al abrigo del caballo esquivo y el anguloso alfil que se baten en dos colores desde el fondo de la historia conocida. Sí, en ese fresco domingo de otoño mi esposa y yo habíamos optado por una lidia alternativa y no tan erudita, a la sazón muy común en las dos márgenes del Plata, un juego de mesa en el cual los ejércitos de colores se deben confrontar una y otra vez a fin de conquistar el planisferio, una metáfora más podrá pensarse, del sueño humano a lo largo de su peripecia por los siglos, o quizá milenios de surcar el fango y los mares. Llevaba por nombre -y lleva aún, hasta donde yo sé- la sigla de lo que parece ser el título de un tratado sobre el arte de la guerra más salido de la mente del mismísimo Sun Tzu que de los tiempos que corren: T.E.G. (Técnica y Estrategia de Guerra).
El diseño gráfico prestado de la cartografía del siglo XVI o acaso del XVII, incluía algunos de los modernos países sudamericanos, distopías necesarias al concepto del juego. Sin embargo, su peculiaridad no residía tanto en el encanto de lo antiguo con sus imágenes no exentas de amenazantes monstruos marinos o soles ofuscados; antes bien, en la examinación del continente asiático el cual dejaba ver en sus vastas extensiones y entre algunos de los países bien conocidos como Malasia, China, India, Turquía, algunas regiones históricas también presentadas como “países”, esto es: como estados de derecho. Así, Aral, el fantasmagórico mar en la frontera de Kazakstán y Uzbekistán; la península de Taimir, en el norte de Siberia; el desierto de Gobi que divide China y Mongolia; o la inestable y fría península de Kamchatka, al este de Rusia, entre el mar de Bering y el mar de Ojotsk. ¿Contuvieron acaso en su perímetro hombres y mujeres que despertaban de la helada noche, que encendían sus fuegos, que acunaban infantes ateridos y sueños idos? ¿Serían, en fin, verdaderos países con sus leyes duras, sus popes barbados y su música mecida por las balalaikas y el alcohol de alta gradación, esos países de los que nunca tuve noticia? Taza en mano, en mi turno de juego, prestaba atención particularmente a uno de esos sitios enigmáticos, en ese momento rodeado de unidades militares enemigas: “Tartaria”, un nombre que por alguna razón venida no tanto de lejanas aulas como de mi voracidad lectora, resonaba en mi memoria.
Partida de T.E.G. (foto: el autor)
II
No pude resistirlo. Esa misma noche la lámpara de mi escritorio echó luz sobre las páginas de cuanto tenía a mi disposición; constaté asombrado que ni los diccionarios de la época ni los tratados de historia de uso corriente brindaban referencia alguna a una nación independiente con esa denominación. Más aún: cuando desempolvé el volumen 20 del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de Literatura, Ciencias y Artes (1887-1899, reedición de 1910 con apéndices, Montaner y Simón Editores, Barcelona) pude leer, y cito textual de su página 332: “Tartaria (Pequeña): Geog. ant. Nombre que se dio al territorio en que dominaron los janes de Crimea, porque éstos procedían de la familia de Gengis-Jan y eran verdaderos tatars ó tártaros”, etcétera. Es decir: nada de información sobre el “país” Tartaria.
La semana que siguió a esa primera partida en nuestro nuevo juego de mesa, a sus recreados ataques de cañón en la llanura sangrienta o bajo inflados velámenes, el nombre “Tartaria” volvía una y otra vez a mi cabeza como un mantra obstinado. Ese martes, llamé a Durazno en procura de los comentarios de Oscar sobre el tema, pero estaba en un congreso, fuera del país; el jueves me crucé a la altura de Sarandí y Bacacay con Estela, quien se apresuraba a tomar un ómnibus rumbo al Instituto de Profesores Artigas. “Es el nombre antiguo de un vasto territorio asiático”, me aseguró, y luego prometió ante mi insistencia, que consultaría personalmente a Pivel sobre el asunto.
Por esos días trabajaba sobre un par de folios en pergamino recibidos en homenaje tras un concierto con mi coro. Sus eventuales vínculos con la lejana práctica del canto gregoriano en las misiones jesuíticas del Paraguay ocupaban el tiempo remanente al que corresponde a mis obligaciones de estado. No obstante, el indudable interés que me despertaba el tema -el documento parecía una copia muy cuidada de un antiguo cantoral impreso tal vez en el siglo XVI- el proyecto no me hacía olvidar aquel enigmático nombre, en la intuición de algo más que me era entonces ajeno.
III
El lunes siguiente visité la librería Oriente-Occidente de la calle Cerrito. Ante mi requerimiento, Gabriel Young me hizo esperar frente al mostrador luego de decirme: “Merello, tengo algo que puede darle respuesta a su consulta, y sepa que lo que le voy a presentar casi es como el tesoro de las Masilotti”. Volvió con tres gruesos volúmenes, no sin antes agregar insatisfecho: “Qué digo, señor; de manera precisa, éstos realmente, son como las joyas de la Corona”.
Quedé absorto: se trataba de la primera edición completa de la Encyclopædia Britannica or a Dictionary of Arts and Sciences, editada en Edimburgo en 1771. Sí, las dos mil seiscientas setenta páginas de ese monumento de la cultura universal estaban frente a mí, esperando serme útiles. Me abalancé sobre su volumen tercero, leyendo en la página 887 en mi inglés rudimentario: TARTARY, a vast country in the northern parts of Asia, bounded by Siberia on the north and west: this is called Great Tartary. The Tartars who lie south of Moscovy and Siberia, are those of Astracan, Circassia and Dagistan, situated north west of the Caspian sea” y seguía. Estaba claro: El territorio del juego de caja refería en efecto a un país, un país que ya nadie parecía recordar en los libros. Dejé presuroso a Young y su tesoro, no sin antes agradecerle efusivamente por haberme permitido la consulta a esa fuente documental. La noche me había sorprendido y afuera una lluvia obstinada duplicaba a ras de suelo la arquitectura francesa de la Ciudad Vieja en medio del viento y de los ómnibus Leyland. Ya tenía la punta del hilo de Ariadna.
Durante mi retorno reflexionaba sobre la precisión aséptica del artículo, y que a la Encyclopædia Britannica es dable otorgarle como mínimo una presunción de confiabilidad. Pensaba: country no es territory; no equivale a la voz pays de la lengua de los francos. Se hablaba allí de una nación, una nación que ocupaba un tiempo y un espacio ya a fines del siglo XVIII, una nación que nadie dos siglos después parecía recordar. No era, por tanto, otro mundo ilusorio creado por ninguna sociedad secreta; no estaba allí Georges Berckley ni Herbert Ashe para imaginarlo. Tartaria existió y pareció haber sido un enorme país, uno de los más grandes de su época.
IV
Pasó el tiempo y concluidos ya los trabajos sobre los restos de mi códice, pude finalmente echar mano a ficheros y atlas de aquí y de allá, y recorrer índices de páginas con el color del otoño; pude sentarme en mesas largas y macizas en medio de antiguas maderas y volúmenes; gastar escaleras, caminar por pisos de lustroso damero bajo claraboyas oxidadas de innumerables bibliotecas en búsqueda de los presuntos dominios del legendario Gengis-Khan. Supe entonces que Tartaria abarcaba “la mitad de Asia” y que “antes era conocido como Escitia”, que limitaba al oeste con la región del Volga, por el sur con la China y la India, y que “era bañado por el mar Caspio y por el mar de Bering”; luego, gracias al Standard Atlas of the world (1865) editado en New York por Schönberg and Company, conocí la bandera de Tartaria con su hipogrifo de sable sobre campo dorado, y también su blasón de oro con el búho de sable. Este hecho no me extrañó, habida cuenta que como es sabido, "tártaro" representa para la mitología griega tanto una deidad primordial -junto con Caos, Gea y Eros- como un lugar situado en la región más profunda de la tierra, mucho más abajo que el Hades, un lugar cuya sola mención hace estremecer a quien canta o aún escucha el ofertorio gregoriano de la misa de Requiem. Incluso en la tradición órfica y en las escuelas de misterio es asimismo lo primero en existir antes que la luz, es decir, antes que el universo mundo.
Me informé que cuando Occidente se aproximó a Oriente a través de la "ruta de la seda", fue ahí que se empezó a hablar de los "tártaros" para referirse no solamente a los mongoles y yakutos, sino también a todos quienes habitaban en Oriente y que más tarde, en el siglo XIII, tras los ataques de Batu-Khan -un nieto del Gengis-Khan- a Europa, aquellos fueron vistos como guerreros malvados, feroces como demonios. Y como “tártaro”, tal como se ha dicho, expresaba tradicionalmente el abismo del inframundo, no ha de extrañar que entonces en Occidente se pensara que en esa comarca extraña, peligrosa y salvaje vivían personajes apocalípticos como Gog y Magog.
En Ystoria Mongalorum quos nos Tartaros appellamus, verbigracia, su autor fray Giovanni da Pian del Carpine (a la sazón, enviado en misión diplomática por Gregorio IX a hacer la paz con el Khan mongol, al que denominaba “el rey tártaro”) afirma haber visto cinocéfalos, personas con “la cabeza de hecho como hombres, pero el rostro como perros” y “pies como los de un buey”, etcétera. Es evidente que esto tendría por objeto no contradecir la opinión general que se tenía de Tartaria, la cual fue replicada por los autores posteriores y aún los científicos que se refirieron a esa antigua entidad nacional, sin negar siquiera una coma de cuanto se sostenía de ella.(1)
Poco después, el azar o la Providencia me llevaron a encontrar en la Biblioteca Cervantina que perteneciera a Arturo Xalambrí algunos volúmenes de la abultada Encyclopédie Métodique (1788) heredera de aquella (célebre) de Diderot, y cuánto no fue mi asombro al descubrir allí el tomo 3 de la sección “Geografía”, y a volver a leer en su página 347 la referencia al “vasto país que los antiguos llamaban Escitia” en un largo artículo en el que el autor, Nicolas Desmarest, un geógrafo también experto en quesos y volcanes, se extiende diciendo que ese país se divide en tres grandes partes, a saber: la Tartaria china, la Tartaria rusa y la Tartaria independiente, y añade la existencia de la Pequeña Crimea que “es el antiguo Quersoneso Táurico, célebre antaño por el comercio con los griegos…” y de la Pequeña Tartaria, “una provincia tributaria de Turquía y que está situada al norte del Ponto Euxino.” Luego explica a sus lectores que es menester distinguir la “Pequeña Tartaria” de la “Gran Tartaria” de Asia, remitiéndoles finalmente a la obra del holandés Nicolaes Witsen traducida como Relation de la grande Tartarie, originalmente Noord en Oost Tartarye (Ámsterdam, 1692).
¿Esa Tartaria es el “país” que formaba parte de Rusia desde 1552, cuando Iván el Terrible conquistó el Kanato de Kazán? ¿Es Tartaristán (o en tártaro: Татарстан Республикасы), hasta hace algunos años la República Socialista Soviética Autónoma Tártara, el resto de ese poderoso imperio, lo que parece sugerir el animal fantástico de su blasón o incluso el de su capital? Muchas preguntas bullían en mi cabeza, y ninguna sin una respuesta satisfactoria.
V
El tiempo entre estos sucedidos y la hora actual se dilató en la perplejidad. Me costaba aceptar que un país se confundiese con otro, esto es, que el Gran Khan fuera el “rey tártaro”, que el Imperio Mongol “nosotros lo llamemos Tartaria”, como procuraba enseñarnos fray Giovanni, o que Escitia era el nombre antiguo del vasto territorio luego conocido como Tartaria. Sobre todo, me era difícil aceptar que una superpotencia tout court aún en el siglo XVIII, un país con su capital, con su lengua propia, su cultura y sus símbolos identitarios, se haya desvanecido sin dejar rastros.
Ese día disponía de media hora antes de recibir a mis cantores, por lo cual me dirigí al Café Brasilero, donde tuve suerte de encontrar una mesa que se acababa de desocupar frente a la calle Ituzaingó. Enseguida, me apresuré a pedir un café en tanto revisaba mis apuntes sobre el códice gregoriano, esto es, las estribaciones de la Contrarreforma de Trento en las rojizas tierras guaraníes. Por un momento entonces olvidé las lejanas estepas, los nombres trasliterados del cirílico, el búho y el hipogrifo, y ya con las últimas luces diurnas, me dejé llevar por las páginas que referían al enclave reduccional jesuítico; por la evocación del formidable experimento civilizatorio que involucró a amerindios y europeos, casi en las antípodas geográficas de aquel imperio perdido, en una mezcla insólita que puso a punto en cada reducción un entramado social, político y económico que evidenciaba un alto nivel de desarrollo humano.
Y fue precisamente en ese instante que entendí, mientras daba fin a mi café, que pese a que ese ordenamiento jurídico era el de un Estado moderno -la “República jesuítica” a la que refería Voltaire-, lo que la Compañía de Jesús consolidó en Paraquaria entre 1608 y 1767, lejos estaba de esa fantástica interpretación; antes bien, se trataba de la consolidación de la utopía cristiana en la selva latinoamericana: el plan basado en el Evangelio de establecer el Reino de Dios en la Tierra, todo lo cual, para los jesuitas fue suprimido -literalmente- de un plumazo cuando Carlos III terminó de signar su Pragmática Sanción, por la que se resolvió, como es bien sabido, expulsarlos de todos los dominios de la Corona española.
A minutos de mi clase, diapasón en mano, terminé de aceptar entonces que acaso el imperio tártaro venido del legendario Khan y devenido el imperio de los zares, tuvo también otro final abrupto cuando la balas ordenadas por el pérfido Yákov Yurovski traspasaron los cuerpos de Nikolái Aleksándrovich Románov y de toda su familia en la madrugada gélida de aquel 17 de julio de 1918. Terminé de aceptar que la semántica no es una ciencia exacta, y que hay imágenes como la isla que soñó Tomás Moro que muchas veces pertenecen al inconsciente colectivo. Lo cual, por una razón aguzadamente criptomnésica, llevaría a justificar en Tartaria, un lugar en la tierra para Gog y Magog.
Montevideo, mayo de 1995
POSDATA: Las vicisitudes de la vida que involucran labores y lugares, hicieron transcurrir por linfa y almanaque casi cinco largos lustros. En ellos, reconozco que Tartaria quedó dormida entre mis papeles. Al menos, hasta la semana pasada, cuando mi esposa me señaló una publicación donde se alude a ese imperio perdido con palabras de encomio, similares a las de Platón cuando evocaba la Atlántida. “Parece ser que es un prestigioso académico ruso quien se refiere al tema con evidencia científica”, me anticipó.
En este mundo de tantas verdades a medias y post-verdades extrañas o descaradamente escandalosas, sostener que en una “nueva cronología” tal como la llama Anatoly Fomenko, Tartaria cumplió un rol destacado, por decir poco, en el relato de la historia, me resulta francamente temerario, aunque no estoy en condiciones de afirmarlo o de negarlo en este momento. ¿Fue su desaparición el producto de un plan premeditado? De eso referiría un documento de la CIA redactado en 1957 y recientemente desclasificado, por aquello bien sabido de “quien controla el pasado controlará el futuro.”
Caía la tarde del sábado cuando cruzábamos la Maine por el Pont de Verdun rebozante de flores, verdadero espectáculo para los sentidos enmarcando el enhiesto bronce de Beaurepaire. Frente al castillo de macizas torres, sobre el césped de un verde intenso, aquí y allá se veían grupos de jóvenes, cerveza en mano, los más, conectados a las “redes sociales” en sus móviles, mientras que sobre la colina la catedral Saint-Maurice refulgía al sol. Hacía un rato que habían dado las 22 horas, hora oficial de verano. Bromeamos pensando que en cualquier momento podría surgir de cualquier esquina el mismísimo Rey René rodeado de sus caballeros y estandartes, mientras proseguíamos nuestra marcha rumbo a la Ciudad Medieval.
Juliomagus, agosto de 2019
Enrique Merello-Guilleminot
(C) Tomado de Merello-Guilleminot, E. (2021) - Dialogos - Poesías y relatos varios, España, BoD.
(1) Esta unanimidad sobre el universo tártaro configuraba el encuadre de la mismísima realidad sobre el asunto, venida de los testimonios de los viajeros. Sin embargo, no ha de confundirse esta realidad, capaz de percibirse valiéndose de los sentidos, de lo real, esto es, lo que hace a la naturaleza misma de las cosas strictu sensu, ambos elementos contrastados desde la época de Kant. En un sentido similar fue Jacques Lacan, cuando afirmó que lo real es el elemento constitutivo sobre el que se basa la realidad. Acota Dhartorius: “Si sostenemos que lo real es el elemento básico de la realidad, entonces no deja de ser tu percepción lo que es real.” Y agrega: “Estoy de acuerdo en que las cosas que vemos, que palpamos son reales”. En esa misma línea de pensamiento se impone aceptar como reales una pantera rosada, un pato o un ratón que hablan e interactúan entre sí, el animal soñado por Kafka (Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande, 1953), o incluso que una noche el Padre Mc Kenzie en el silencio de un oscuro presbiterio de Liverpool zurcía efectivamente sus calcetines, poco antes acaso del enterramiento de una pordiosera de nombre Eleanor Rigby.