La música en la Iglesia no es como el soundtrack al que el cineasta cambia a capricho. No “ambienta” ni llena huecos; no es meramente declaratoria, ni tampoco persisgue el solo fin de unificar la asamblea de fieles.
Sin embargo, el canto gregoriano escapa a la dimensión temporal, pues pertenece a la eternidad, eternidad que nace de Dios mismo, el Autor de sus textos. Esto es así, objetivamente; por eso decimos que es música objetiva y no sensual, como aquella de la que penosamente se abusa en las parroquias de todo el orbe cristiano. El gregoriano no recuerda ni evoca otro ritmo ni otra fiesta que el ritmo de la vida y la fiesta de Dios, cuando El mismo se hace Pan para anticiparnos las delicias de la vida eterna, y por eso es el instrumento más idóneo para el culto sagrado.
Es también una música de fuerte contenido antropológico, porque encarna en la naturaleza humana como ninguna otra. Solo la naturaleza humana basta para cantarla, solo la voz -sin instrumento alguno- alcanza para celebrar la Palabra de Dios. Esto se hace patente particularmente en el canto de los salmos, centro de gravedad de todo este repertorio. Allí está desde tiempos antiguos expresado el drama del hombre, inherente a su condición, pero también su fe segura, su esperanza y su caridad sinceras, que son al canto gregoriano, como el alma al cuerpo. En efecto, el gregoriano interpela al hombre, lo enfrenta con sus preguntas más trascendentales, poniendo al mismo tiempo, en sus labios, las respuestas que Dios le ofrece en un ida y vuelta cuya inspiración rebasa la de todo genio musical: con su Palabra le expresamos la nuestra; el Verbo Encarnado canta en nosotros. Es pues metafísico y teológico por definición; perteneciendo así al dominio de lo inaprehensible, donde el nervio auditivo no es sino una puerta de acceso a la Palabra de Dios. Allí termina la Palabra y empieza su contemplación.
Enrique MERELLO-GUILLEMINOT
(1) Cf. Jacques HOURLIER, Entretien sur la spiritualité du chant grégorien, Solesmes, 1985, p. 67.
(2) El vocablo melodía se relaciona desde su etimología griega con el producto de la abeja.
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