A Juan Pedro
Se distinguía entre la bruma, en ese frío crepúsculo de invierno, la estoica torre románica de Saint-Germain-des-Prés. Un paréntesis en mis actividades me llevó desde mi apartamento esquinado de la rue de Saints-Pères y la rue de Sèvres hasta la plaza homónima. Allí, la temperatura de un dígito parecía no amedrentar a los turistas, que se reunían en pequeños grupos para seguir con el pie el sincopado contrapunto de la animada banda de jazz, cuyo sonido se perdía en la boca de la estación Saint-Germain y más allá del boulevard. Adentro de la iglesia, la misa había terminado y el Padre Domínguez iría a salir de un momento a otro para encontrarse conmigo.
El anuncio de la exposición de obras de Botero aparecido en Pariscope de ese mes de mayo de 2004 me permitió conocerle. Fue así como, entre la estética adiposa de su compatriota, unas rápidas palabras intercambiadas con el sacerdote no hicieron más que confirmar lo que Louis-Marie me había referido tiempo atrás. La inesperada existencia de una obra firmada por un tal Abbé Mazzini, salida de la imprenta en tiempos de Dom Mabillon, cuando la abadía de Saint-Germain-des-Près era aún floreciente. Luego escuché que Mazzini se decidió a publicar ese tratado por exhorto del propio autor de De re diplomatica, con quien mantenía amistosa relación epistolar, compartiendo la pasión por los métodos de análisis de la historia y la patrística.
Es sabido que al compás de las inflamadas estrofas de Rouget de Lisle los revolucionarios expropiaron, vandalizaron y transformaron en despojo la mayoría de los monasterios de la Orden benedictina, por no hablar de las otras (1). A la furia y al odio de esos hombres, y luego al fuego de agosto de 1794 que acabó con la biblioteca de la abadía agonizante, sobrevivió felizmente, tanto la obra de Dom Mabillon como la iglesia abacial, devenida hoy uno de los más antiguos edificios de Paris. El Padre Domínguez, tras atender a unas jóvenes que fácilmente supe que eran argentinas y más precisamente entrerrianas, me recibió luego en Les Deux Magots. Enseguida, un café humeante se interpuso entre sus comentarios sobre el volumen del que me había referido en la Maison de l’Amérique Latine, durante la vernissage, y el mismo libro que me entregaba. “Téngalo”, me dijo. “Léalo tranquilo, y después me lo devuelve”.
Naturalmente, mis manos se apresuraron a hojearlo. Se presentaba como una re-edición de 1887 en formato In-8 (Paris, Aux Presses de la Source, 297 páginas) de la obra firmada por el Abbé Pierre Mazzini La Croisade de 1096-1099. Expédition de Gênes à Antioche et Prise de la Ville – D’après un Palimpseste Anonyme. Allí se consigna que la editio princeps vio la luz avec le Privilège du Roi en 1703.
Embarcación genovesa
Confieso que había cansado las páginas del opúsculo del marqués Girolamo Serra La Storia de l’Antica Liguria e di Genova (Capolago, Cantone Ticino, Tipografía Elvetica, MDCCCXXXV) sin éxito alguno; que había examinado otros muchos en la búsqueda de la bitácora del lejano antepasado zoagliense, de quien no tenía más que información fragmentaria, y no hice otra cosa que acumular frustración. Finalmente, ahora tenía ante mí si no la fuente primaria, la fuente secundaria que echaría luz definitiva a mi investigación. Era mi eureka o más bien mi “tierra a la vista”, acaso imbuido, precisamente, de la misma emoción que tuvo Rodrigo de Triana al contemplar una de las islas Lucayas.
Ya de vuelta en casa, me sumergí en el libro y en las aguas en donde transcurre cuanto allí se describe, y mi presente se hizo pasado y los trenes de la línea 10 dejaron de trepidar en los cristales de mi habitación oval, ubicada exactamente sobre la antigua estación Croix-Rouge.
La obra reproducía y comentaba un texto anónimo del siglo XII que sin pretensión llevaba por título De Bellis Antiochiae. Mazzini subrayó escrupulosamente que el tratado se basaba en ese documento del que hasta donde yo sé, no se conservan ni el original ni una copia siquiera, y que sus palabras no hacen sino comentarlo en forma de glosa.
Su relato se instala en los tiempos tumultuosos bajo el papado de Urbano II, cuando los turcos selyúcidas se enfrentaban sin descanso a Alejo I Comneno emperador de Bizancio; cuando las aguas del antiguo Mare Nostrum debían ser forzosamente compartidas como un bien común; cuando el hambre, la peste y el caos hacían de Europa un universo desolador. Así, al grito de Deus vult proclamado por Pierre l’Hermite se movilizó a todo un continente por mar y tierra a fin de liberar la Tierra Santa. Y por mar, los cruzados partieron desde Génova, la Serenísima República, de donde zarpó en julio de 1097 con rumbo a Antioquía una flota de doce galeras, al frente de la cual navegaba el Capitán Giovanni Merello, oriundo del pequeño y antiguo enclave pre-romano de Zoagli. Un ejército de mil doscientos soldados liderados por Guglielmo Umbriaco asimismo estuvo en servicio y fueron decisivos durante el asedio a Antioquía en 1098.
De Bellis Antiochiae después constaté que proviene a su vez de un diario de viaje. En él se da cuenta en forma de crónica, del exitoso trabajo del Capitán, bajo el flamear de la insignia de San Jorge, apoyando por mar a las tropas que se enfrentaban al gobernador Yaghi-Siyan. Mantuvo a los remeros, dice, a la tripulación, y al resto de los cruzados “con el espíritu templado ante la misión sobrenatural de recuperar los Santos Lugares que por inescrutable y justa razón son patrimonio espiritual de la Santa Madre Iglesia y de sus hijos diseminados por toda la faz de la Tierra” (sic). Agrega en otra página: “el Capitán, conocedor de su oficio de navegante, aceleró las acciones a efectos de no ceder un palmo al usurpador infiel”. Valerosos hombres, sin duda, condujo el Capitán, “en esa intervención genovesa de gesta militar tan señalada”. Finalmente, la ciudad fue tomada el 3 de junio de 1098, y Génova precipitó el surgimiento del Principado de Antioquía.
La obra de Mazzini finalmente confirma lo que en otras fuentes tiempo después pude corroborar: que a su vuelta a la Serenísima, el cruzado Merello, Soldado de Dios, llevó consigo desde Mira, en Licia, las reliquias del mismísimo san Juan el Bautista, las que hoy se pueden venerar en la iglesia de San Martino de Zoagli.
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La historia chica de las grandes historias entraña profundos misterios. Un día, en un bistrot frente al Sena, no lejos del Pont des Arts, lo hablábamos con Louis-Marie. A la semana siguiente, me interesó conocer la razón y circunstancias que llevaron al Padre Domínguez a adquirir un libro tan peculiar, cuando fui a reintegrárselo. “Lo encontré entre las ofertas de un bouquiniste del Quai du Louvre, y siendo que el tema de las Cruzadas siempre me cautivó, lo adquirí en el momento”, fue su respuesta. Así, las conversaciones con mi amigo, el ejemplar de Pariscope, Botero, el rendez-vous con el sacerdote, me conectaron desde una lectura ávida de viernes por la noche, con los pormenores de una hazaña marítima que en cierto modo, me involucraba. El primer narrador, el del siglo XII, era hermano de un monje de la Abadía de Bobbio. Y formaba parte de la tripulación de la nave comandada por el propio Capitán. Probablemente, si tiempo después no hubiera pasado por ese cenobio el abate Pietro Mazzini por alguna razón desconocida, y no se hubiere llevado el manuscrito para su estudio, habida cuenta de su rareza, el libro y estas constataciones, nunca hubieran existido: un siglo después a su primera edición las tropas francesas ocuparon el lugar y los benedictinos fueron expulsados del monasterio.
A lo largo de la peripecia humana, se puede observar cómo las pequeñas decisiones parecen llevar en sí grandes sucesos, e incluso que otros insignificantes o que no revisten en apariencia mayor notoriedad, en un plano diferente determinan una sucesión infinita de eventos. Lo que de alguna forma podría configurarse en un diagrama de secuencia: un conjunto de objetos -y yo agregaría de sujetos -que interactúan a lo largo del tiempo, y esto sin solución de continuidad. Cabría aquí preguntarse cómo hubiera sido el día después, si en la víspera la daga de Marco Junio Bruto no hubiera encontrado a Cesar en el teatro de Pompeyo; qué hubiera sido para el Nuevo Mundo si Mehmed II no hubiera entrado a Constantinopla en 1453; si Napoleón I se hubiera decidido a avanzar donde Wellington y su ejército esa mañana del 18 de junio de 1815, a pesar de la lluvia de la noche anterior; si Aparicio Saravia y su poncho blanco no hubieran salido a recorrer el frente de fuego aquél fatídico día de Masoller, en esa guerra doméstica que -y como todas las guerras- tanto dolor sembró entre los orientales; o si el 12 de octubre de 1940 Berlin no hubiera abortado la Operación León Marino proyectada sobre Gran Bretaña.
La sucesión cambiante de los hechos de la naturaleza había movido a Crátilo hacia fines del siglo V antes de Cristo a reflexionar sobre la idea de Heráclito de que no es posible bañarse dos veces en el mismo río, pues entre las dos, el río y el cuerpo se han alterado, una dialéctica que engendraba un relativismo fatal. Pero Crátilo fue aún más lejos, sosteniendo que no es posible hacerlo ni siquiera una vez, porque el mundo está en constante cambio, y entonces también el río. Los cambios pequeños en realidad cambian el equilibrio de las cosas, y el destino último del universo tal como lo conocemos.
Por tanto, si Giuseppe Merello, nacido en Zoagli circa 1837 y proveniente de esa brava estirpe venida de los tiempos del Capitán Giovanni y luego protegida por la influyente familia Negrone, no se hubiera resuelto como otros tantos paisanos cansados de miseria e infortunio, en atravesar el océano para instalarse en una perdida ciudad del litoral uruguayo llamada Paysandú, sin duda alguna, hoy yo no estaría aquí sentado, desandando su marcha. No estaría aquí tomando estas apresuradas notas a la altura de la estación Denfer-Rochereau, mientras descubro en el reflejo de la ventanilla los ojos almendrados de una pequeña niña mirándome fijamente, hecho acaso atribuible a mi sombrero de ala, que reconozco un tanto vintage en este extremo de la historia.
Château de Plessis-Clairembault, agosto de 2017
(1) Tal vez no sea redundante recordar que los católicos franceses aceptan los hechos acaecidos a partir de 1789 como un castigo divino por la negación del Rey a consagrar la nación gala al Sagrado Corazón, según la revelación privada de santa Margueritte-Marie de 1689. También aquí viene al caso mencionar la demanda de Fátima de 1917 que no se habría cumplido, etcétera [cf. INNOCENTI, Jean-Eugène (1985), Le grand Péche de la Fille Ainée de l’Eglise, Dieu est amor, 71, pp. 31-34].