A Juan Pedro
Se distinguía entre la
bruma, en ese frío crepúsculo de invierno, la estoica torre románica de
Saint-Germain-des-Prés. Un paréntesis en mis actividades me llevó desde mi
apartamento esquinado de la rue de Saints-Pères y la rue de Sèvres hasta la
plaza homónima. Allí, la temperatura de un dígito parecía no amedrentar a los turistas,
que se reunían en pequeños
grupos para seguir con el pie el sincopado contrapunto de la animada banda de jazz, cuyo
sonido se perdía en la boca de la estación Saint-Germain y más allá del
boulevard. Adentro de la iglesia, la misa había terminado y el P. Domínguez
iría a salir de un momento a otro para encontrarse conmigo.
El anuncio de la
exposición de obras de Botero aparecido
en Pariscope de ese mes de junio de
1985 me permitió conocerle. Fue así que entre la estética adiposa de su
compatriota, unas rápidas palabras intercambiadas con el sacerdote no hicieron
más que confirmar lo que me había referido tiempo atrás Bertholle. La
inesperada existencia de una obra
firmada por un tal Abbé Mazzini, salida de la imprenta en tiempos de Dom
Mabillon, cuando la abadía de Saint-Germain-des-Près era aún floreciente. Luego
escuché que Mazzini se decidió a publicar ese tratado por exhorto del propio
autor de De re diplomatica, con quien mantenía amistosa relación
epistolar, compartiendo la pasión por los métodos de análisis de la historia y
la patrística.
Es sabido que al compás
de las inflamadas estrofas de Rouget de Lisle los revolucionarios expropiaron, vandalizaron
y transformaron en despojo la mayoría de los monasterios de la Orden
benedictina, por no hablar de las otras (1). A
la furia y al odio de esos hombres, y luego al fuego de agosto de 1794 que
acabó con la biblioteca de la abadía agonizante, sobrevivió felizmente, tanto la
obra de Dom Mabillon como la iglesia abacial, devenida hoy uno de los más antiguos
edificios de Paris. El P. Domínguez, tras atender a unas jóvenes que naturalmente,
supe que eran argentinas y por el
acento, entrerrianas, me recibió luego, tras lo cual cruzamos hasta Les Deux
Magots. Enseguida, un café humeante se interpuso entre sus comentarios sobre el
volumen del que me había referido en la Maison de l’Amérique Latine, durante la
vernissage, y al mismo libro que me
entregaba. “Téngalo”, me dijo. “Léalo tranquilo, y después me lo devuelve”.
Naturalmente, mis manos
se apresuraron a hojearlo. Se presentaba como una re-edición de 1887 en formato
In-8 (Paris, Aux Presses de la Source, 297 páginas) de la obra firmada por el
Abbé Pierre Mazzini La Croisade de 1096-1099.
Expédition de Gênes à Antioche et Prise de la Ville –
D’après un Palimpseste Anonyme. Allí se consigna que la editio princeps vio la luz avec le Privilège
du Roi en 1703.
Confieso
que había cansado las páginas del opúsculo del marqués Girolamo Serra La Storia de l’Antica Liguria e di Genova (Capolago,
Cantone Ticino, Tipografía Elvetica, MDCCCXXXV) sin éxito alguno; que había
examinado otros muchos en la búsqueda de la bitácora del lejano antepasado
zoagliense, de quien no tenía más que información fragmentaria, y no hice otra
cosa que acumular frustración. Finalmente, ahora tenía ante mí si no la fuente
primaria, la fuente secundaria que echaría luz definitiva a mi investigación. Era
mi eureka o más bien mi “tierra a la
vista”, acaso imbuido, precisamente, de la misma emoción que tuvo Rodrigo de
Triana al contemplar una de las islas Lucayas.
Embarcación genovesa
Ya de
vuelta en casa, me preparé una taza de
té. La noche tenía el filo de una daga. Me sumergí en el libro y en las aguas
en donde transcurre cuanto allí se describe, y mi presente se hizo pasado, mi
té se enfrió, y los trenes de la línea 10 dejaron de trepidar en los cristales
de mi habitación oval, ubicada exactamente sobre la antigua estación Croix-Rouge.
La obra reproducía y comentaba un texto anónimo del siglo XII que sin
pretensión llevaba por título De Bellis
Antiochiae. Mazzini subrayó escrupulosamente que el tratado se basaba en
ese documento del que hasta donde yo sé, no se conservan ni el original ni una
copia siquiera, y que sus palabras no hacen sino comentarlo en forma de glosa.
Su
relato se instala en los tiempos tumultuosos bajo el papado de Urbano II,
cuando los turcos selyúcidas se enfrentaban sin descanso a Alejo I Comneno
emperador de Bizancio; cuando las aguas del antiguo Mare Nostrum debían ser forzosamente
compartidas como un bien común; cuando el hambre, la peste y el caos hacían de
Europa un universo desolador. Así, al grito de Deus vult proclamado por Pierre l’Hermite se movilizó a todo un
continente por mar y tierra a fin de liberar la Tierra Santa. Y por mar, los
cruzados partieron desde Génova, la Serenísima República, de donde zarpó en
julio de 1097 con rumbo a Antioquía una flota de doce galeras, al frente de la
cual navegaba el Capitán Giovanni Merello, oriundo del pequeño y antiguo
enclave pre-romano de Zoagli. Un ejército de mil doscientos soldados liderados
por Guglielmo Umbriaco asimismo estuvo en servicio y fueron decisivos durante
el asedio a Antioquía en 1098.
La
obra original, después constaté que proviene de un diario de viaje. La misma da
cuenta, en forma de crónica, del exitoso trabajo del Capitán, bajo el flamear
de la insignia de San Jorge, apoyando por mar a las tropas que se enfrentaban
al gobernador Yaghi-Siyan. Mantuvo a los remeros, dice, a la tripulación, y al
resto de los cruzados “con el espíritu templado ante la misión sobrenatural de
recuperar los Santos Lugares que por inescrutable y justa razón son patrimonio
espiritual de la Santa Madre Iglesia y de sus hijos diseminados por toda la faz
de la Tierra” (sic). Agrega en otra
página: “el capitán, conocedor de su oficio de navegante, aceleró las acciones
a efectos de no ceder un palmo al usurpador infiel”. Valerosos hombres, sin
duda, condujo el capitán, “en esa intervención genovesa de gesta militar tan señalada”.
Finalmente, la ciudad fue tomada el 3 de junio de 1098, y Génova precipitó el
surgimiento del Principado de Antioquía.
El
relato de Mazzini finalmente confirma lo que en otras fuentes tiempo después
pude corroborar: que a su vuelta a la Serenísima, el cruzado Merello, Soldado
de Dios, llevó consigo desde Mira, en Licia, las reliquias del mismísimo san
Juan el Bautista, las que hoy se pueden venerar en la iglesia de San Martino de
Zoagli .
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La historia chica de
las grandes historias entraña profundos misterios. Un día, en un bistrot frente
al Sena, no lejos del Pont des Arts, lo hablábamos con Bertholle. A la semana
siguiente, me interesó conocer la razón
y circunstancias que llevaron al P. Domínguez a adquirir un libro tan peculiar,
cuando fui a reintegrárselo. “Lo encontré entre las ofertas de un bouquiniste del Quai du Louvre, y siendo
que el tema de las Cruzadas siempre me cautivó, lo adquirí en el momento”, fue
su respuesta. Así, las conversaciones con mi amigo, el ejemplar de Pariscope, Botero, el rendez vous con el sacerdote, me
conectaron desde una lectura ávida de viernes por la noche, con los pormenores
de una hazaña marítima que en cierto modo, me involucraba. El primer narrador,
el del siglo XII, era hermano de un monje de la Abadía de Bobbio. Y formaba
parte de la tripulación de la nave comandada por el propio Capitán.
Probablemente, si tiempo después no
hubiera pasado por ese cenobio el abate Pietro Mazzini por alguna razón
desconocida, y no se hubiere llevado el manuscrito para su estudio, habida
cuenta de su rareza, el libro y estas constataciones, nunca hubieran existido:
Un siglo después a su primera edición las tropas francesas ocuparon el lugar y
los benedictinos fueron expulsados del monasterio.
A lo
largo de la peripecia humana, se puede observar cómo pequeñas decisiones
parecen llevar a grandes hechos, e incluso que otros insignificantes o que no
revisten en apariencia mayor notoriedad, en un plano diferente determinan una
sucesión infinita de sucesos. Lo que de alguna forma podría configurarse en un
diagrama de secuencia: un conjunto de objetos
-y yo agregaría de sujetos- que interactúan
a lo largo del tiempo, y esto sin solución de continuidad. Podría aquí uno preguntarse
cómo hubiera sido el día después, si en la víspera la daga de Marco Junio Bruto
no hubiera encontrado a Cesar en el teatro de Pompeyo; qué hubiera sido para el
Nuevo Mundo si Mehmed II no hubiera entrado a Constantinopla en 1453; si Napoleón
se hubiera decidido a avanzar donde Wellington y su ejército esa mañana del 18
de junio de 1815, a pesar de la lluvia de la noche anterior; si Aparicio Saravia
y su poncho blanco no hubieran salido a recorrer el frente de fuego aquél
fatídico día de Masoller, en esa guerra doméstica que empero -y como todas las
guerras- tanto dolor sembró entre los orientales; o si el 12 de octubre de 1940
el Führer no hubiera abortado la Operación León Marino proyectada sobre Gran
Bretaña. La sucesión cambiante de los hechos de la naturaleza había movido a
Crátilo hacia fines del siglo V antes de Cristo a reflexionar sobre la idea de
Heráclito de que no es posible bañarse dos veces en el mismo río, pues entre
las dos, el río y el cuerpo se han alterado, una dialéctica que engendraba un
relativismo fatal. Pero Crátilo fue aún
más lejos, sosteniendo que no es posible hacerlo ni siquiera una vez,
porque el mundo está en constante cambio, y entonces también el río. Los
cambios pequeños en realidad cambian el equilibrio de las cosas, y el destino último
del universo tal como lo conocemos.
Por
tanto, si Giuseppe Merello, nacido en Zoagli circa 1837 y proveniente de esa brava estirpe venida de los tiempos
del Capitán Giovanni y luego protegida por la influyente familia Negrone, no se
hubiera resuelto como otros tantos paisanos cansados de miseria e infortunio, en
atravesar el océano para instalarse en una perdida ciudad del litoral uruguayo
llamada Paysandú, sin duda alguna, hoy yo no estaría aquí sentado, desandando
su marcha. No estaría aquí tomando estas apresuradas notas, a la altura de la
estación Denfer-Rochereau, mientras descubro en el reflejo de la ventanilla que
la chica de ojos almendrados me mira con insistencia, aunque tal vez a mi
sombrero de ala que reconozco, puede resultar un tanto vintage.
Château de Plessis-Clairembault,
agosto de 2017.
(1) Tal vez no sea redundante
recordar que los católicos franceses aceptan los hechos acaecidos a partir de
1789 como un castigo divino por la negación del Rey a consagrar la nación gala
al Sagrado Corazón, según la revelación privada de santa Margueritte-Marie de
1689. También aquí viene al caso mencionar la demanda de Fátima de 1917 que no
se habría cumplido, etcétera. Para más datos, consultar verbigracia, el
fascículo de La Sel de la Terre Nº
53, Couvent de la Haye-des-Bonshommes, dir. Geoffroy de Kergorlay, Été de 2005,
Avrillé, p. 4.