martes, 18 de octubre de 2011

El gregoriano y su vuelo

Me quiero imaginar a Saint-Exupéry a bordo de su monoplano Laté 25, ajustado a su asiento, ojos hacia el horizonte y manos sujetas a sus controles. Le veo a través de una fotografía en blanco y negro, pero en esta postmodernidad que hace prevalecer la imagen a las mil palabras, me falta el movimiento, la acción. No me queda sino apenas imaginarlo, a miles de metros, surcando el Río de la Plata, yendo de Buenos Aires a Montevideo, de Buenos Aires a Ríos Gallegos, en la Patagonia, antes de desaparecer de la tierra –de los cielos- y fundirse en el misterio.(1) 

Lo imagino acaso entonando desde su escueta cabina, en la glacial soledad de las alturas -es decir, más cerca de Dios- algún canto gregoriano que me consta, tanto amaba. Entonando y entonces elevando al Cielo los neumas (2) que nosotros, pies en tierra, nos afanamos en tratar de hacer llegar a lo Alto.


Saint-Exupéry en acción (foto: internet, D.R.)

No fue sino tarde y mal que leí su Petit Prince. Tarde, porque se ha dicho de este opúsculo que integra la mejor literatura infantil reciente; y mal porque lo leí cuando atravesaba situaciones de mi vida que no quisiera revivir; época en que el niño no quería dar paso al hombre, tarde el hombre y tarde el niño, pero tarde es mejor que nunca, enseñan nuestros mayores.

Pues bien, más allá del detalle anecdótico, debo reconocer que el encanto de la obra mueve a querer conocer más de su creador, de la misma forma -imagino de nuevo- que Saint-Exupéry quería saber más del Cielo, y es por ello que se echó a andar a bordo de su avión, atravesando nubes, dibujando desiertos, praderas, mares y océanos desde el aire; viendo acaso la Creación con ojos más cercanos al del Padre bueno, solitario Habitante de Cielos insondables.

Unas cuantas circunstancias –y otras no- hacen que me sienta próximo a Antoine. Permítaseme el atrevimiento de llamarle por su nombre. Mi primer maestro de música llevaba por apellido ese nombre, o por nombre ese prenombre, siguiendo la lengua gala. Era paraguayo, y en mis tiernos doce años qué iba a suponer yo que más de tres décadas después iba a aterrizar en tierras guaraníes precisamente a devolver en parte lo que ese guitarrista y arpista conocido en esas otras tierras guaraníes –la Tierra purpúrea que hoy se llama Uruguay- me había tempranamente enseñado.

Decía que me siento cercano a Antoine –el aviador y escritor francés. En efecto, tanto a él como a mí se nos ha dado la bendición de tener una esposa amorosa, la pasión por escribir e incluso un espíritu de aventurero que llevó hasta las consecuencias últimas, (3) él, solitario navegante nocturno desde las alturas de su vuelo, y yo, navegante del gregoriano, mi aeronave virtual para llegar a Dios, el puerto definitivo.

Antoine en una carta célebre afirmaba que “no hay más que un problema en el mundo: devolver a los hombres una significación espiritual, inquietudes espirituales. Hacer llover sobre ellos algo que se parezca a un canto gregoriano.” (4) ¡Menuda afirmación de este hombre de acción devenido un contemplativo del Aire! -me dije, cuando la descubrí. Después caí en la cuenta que es eso lo que vengo haciendo desde hace 25 años, cuando me eché a volar sobre estas melodías desnudas de todo, menos de lo esencial, que “es invisible a los ojos”, dejando a un costado las graves cuerdas de mi violoncello.


Lanzar la aeronave del canto al infinito
LOS AVIADORES DE DIOS

Cuando se canta gregoriano, es como si se le soplara a Dios al oído, algo así como su Palabra más embellecida. De eso trata esta música, cuando el cantor se planta en medio de un templo o sobre el templo de la Naturaleza, libro en mano o neuma en mente, y abre sus labios “para que (su) boca proclame (Su) alabanza” (Sal. 51,17).

Cantar gregoriano hace que uno sea un aviador de Dios. Cantarle neumas al oído no es otra cosa que volar, montado en un artefacto espiritual 1200 años anterior a los Hermanos Wright. Un artefacto que una vez posado en el aire, llega alto con el canto. El aire que sale de los pulmones de los hombres y mujeres sopla hacia Dios en un arco inefable. Maravilla de la creación humana, cuando busca remedar aunque no sea esto más que un intento apenas voluntarioso, la magnificencia divina: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento” (Sal. 19,2).

Pero quien canta, lo ha de hacer en conformidad a la voluntad divina: “con destreza” (Sal. 47,7), es decir, controles en mano, firmemente, y abierto el corazón, a fin de ajustar la ciencia del canto y de la oración -la mejor de las teologías- a la ruta sagrada. No podría ser de otra manera, ya que el descuido, el uso del “piloto automático”, rehúsa la naturaleza de esta clase de espiritualidad lírica. Y, habida cuenta del carácter dialógico de la liturgia, una tal actitud supondría una falta contra el Segundo Mandamiento, pues escrito está: “maldito quien haga el trabajo del Señor con dejadez” (Jer. 48,10).

Solo así el enamorado de Dios que se lanza en su  búsqueda, elevará como en un gesto del alma todo el impulso de que es capaz, dejando a los hombres las huellas de su camino, como el surco de una siembra prodigiosa, cuyo canto se hace encanto. Pienso en los dibujos que regalan a los transeúntes, los aviadores sobre el cielo de París.

Los aviadores de Dios saben bien del “vuelo” que demanda este soberbio alleluia
del modo VIII. Obsérvese el iubilus sobre el (abreviado) Nombre divino.

Cantar gregoriano entonces es también sembrar para Dios. Hacerse un sembrador que en marcha hacia el Cielo, busca la tierra fértil de los corazones de los hombres. Y ¿quién no es sensible a la voz de Aquel que es la pura Belleza, cuando se la pronuncia con el arte y majestad inherente a la misma naturaleza del repertorio gregoriano?   

San Juan Damasceno  afirmaba que la música es “el arte de los sonidos que se llaman entre sí”, y es precisamente esa la sucesión armoniosa y misteriosa con que quien canta va tejiendo,  un punctum junto a otro punctum, un neuma junto a otro neuma, el camino hacia las alturas, ruta aérea con destino al Cielo.

Sigo imaginándome al conde Antoine de Saint-Exupéry montado en su monoplano, mientras la luna, femenina, insinúa su reflejo de plata en el río homónimo. Apenas le veo en su cabina, entre tanto piensa hacer caer una copiosa lluvia de neumas para hacer que el mundo sea un poco mejor al del día anterior.

Así, el cantor gregoriano, misionero y sembrador de la Palabra, aventurero del aire, deja reflejos indelebles, cuando el arte le asiste, mientras el arco de su vuelo solitario, resulta cada vez más acabado y por tanto más fundido en la Perfección, hasta el día definitivo, en que el concierto de voces sea multitudinario. Un megaconcierto sagrado como ninguno, en la plenitud de la Presencia divina.

                                                                      Enrique MERELLO-GUILLEMINOT



(1) En 1998 un pescador encontró frente a las costas de Marsella una pulsera de identidad con el nombre del escritor aviador y de su esposa Consuelo. Diez años después se pudo desentrañar su misteriosa desaparición: el autor de Le Petit Prince y de Vol de nuit entre otros, estaba al mando de un P-38 Lightning, en vuelo de reconocimiento previo a la invasión aliada a Francia -la llamada “Operación Dragón”-, cuando fue abatido el 31 de julio de 1944 por un caza alemán.
(2) Los signos con los que se escribe el repertorio gregoriano. Constan de uno o varios sonidos por cada sílaba del texto.
(3) Expresó de ese momento culminante: “Cuando me muera, Señor, llego a ti, pues trabajé en tu nombre. Para ti la siembra” (Citadelle, 315).
(4) Cf. Lettre au Général X, en « Figaro Littéraire » del 10 de abril de 1948.