viernes, 25 de noviembre de 2011

El codex Calixtinus y el gregoriano

La reciente desaparición del códice Calixtinus de la Catedral de Santiago de Compostela ha dejado en los amantes de la música medieval una sensación de indignación y repudio habida cuenta de su inestimable valor documental y artístico. Las líneas que siguen procurarán su somero análisis, en particular en lo concerniente a la música que registra, su polifonía temprana y su fuerte ascendencia monódica y  gregoriana. 

El descubrimiento de las reliquias del Apóstol Santiago en Iria Flavia hacia el 814 por el ermitaño Pelagio, precedido por una lejana evocación de Beato de Liébana de finales del siglo VIII señala el comienzo de la historia del culto jacobeo. El  Liber Sancti Iacobi, también conocido como Codex Calixtinus es, por su riqueza de contenido, su extensión y estado de conservación, uno de los documentos más importantes recibidos del medioevo español relacionado con dicho culto, sus tradiciones, su liturgia y su música.

 Escrito presumiblemente entre los años 1130 y 1140 y conservado en la Catedral de Santiago de Compostela, el manuscrito reúne material diverso para un único fin: la estabilización y propagación de la fe jacobea no solo en Gallaecia (Galicia) o en el resto de España, sino también en el sur de Francia. Y en verdad debieran invertirse los términos, por cuanto parece ser claro que la fábrica del manuscrito es francesa y no española (1). Lo confirmaría el uso regular de la escritura neumática francesa y no visigótica ni aquitana, que es el tipo dominante en España por el entonces. 

 Los cinco libros en los que está dividido son heterogéneos, debidos a tiempos y autores diferentes. Se registran en él los milagros atribuidos al Apóstol (Libro II); el relato de la traslación de sus reliquias desde Palestina a Iria Flavia (Libro III); el relato de la peregrinación de Carlomagno atribuida a Turpino, arzobispo de Reims (Libro IV); una guía de peregrinos de Aymeric Picaud (Libro V)...y la liturgia jacobea completa, tanto para la misa como el oficio, que comprende piezas extraídas del repertorio gregoriano, organizadas en un lectionarium, un homilarium, un antiphonarium, un breviarium y un missale (Libro I).

¿UNA AFIRMACIÓN PEREGRINA?

 El contenido polifónico del Calixtinus comprende una veintena de piezas originales (conductus, tropos de Benedicamus Domino, organa, secuencias), entre las que se destaca el Congaudeant catholici, acaso el más remoto vestigio del género vocal a 3 voces. Constituye pues un testimonio invalorable de escritura a más de un voz, junto a los manuscritos de St.-Martial de Limoges. Pese a ello, son las composiciones monódicas las mayoritarias, por lo que es dable afirmar que en este documento la posición de la monodía y el gregoriano específicamente, es dominante.


Fragmento del manuscrito (fuente: internet, D.R.)

 En ese contexto, las piezas  provenientes de otras fuentes, se alternan con las gregorianas, conformadas a la nueva función litúrgica. La línea melódica se adapta así a textos jacobeos, lo que no ha de resultar llamativo en la consideración de las técnicas de composición utilizadas por los autores gregorianos. (2) En él se puede encontrar, verbigracia, el himno Salve festa dies de Venancio Fortunato, presentado con el texto Salve festa dies Iacobi, o el alleluia Lapis revolutus, como Iacobe sanctissime. En el conjunto, las melodías del gregoriano típico -aquel que se compendia en el Graduale o el Antiphonale- tienen una presencia importante, y una función de destaque al  favorecer la elaboración de una colección litúrgica nueva, aplicada a ese  culto floreciente.

Fenómeno religioso único con centro en la catedral compostelana, el Camino de Santiago, nexo cultural y espiritual entre las naciones de Europa durante la Edad Media, vio transcurrir, peregrinando, “los pueblos bárbaros y los que habitan en todos los climas del orbe”, como consigna el documento. La siembra silente de monumentos a lo largo de todo su trayecto, que el romero aún hoy  puede apreciar, da testimonio de ello. Y el codex Calixtinus, con sus préstamos melódicos gregorianos, de alguna manera le pone música a los mismos.

Enrique MERELLO-GUILLEMINOT


(1) Su notación se relaciona con la de Morimond, Auxerre, Vézelay y Nevers, y según Michel Huglo, particularmente con esta última.
(2) Cuando no elaboraban la melodía  juntamente con el texto, los compositores gregorianos utilizaron la técnica de la centonización, echando mano a fórmulas melódicas para el armado de una melodía “nueva”; o se valieron de la técnica de la adaptación melódica, aplicando un texto nuevo a melodías pre-existentes,  el caso del material gregoriano del Calixtinus.

martes, 18 de octubre de 2011

El gregoriano y su vuelo

Me quiero imaginar a Saint-Exupéry a bordo de su monoplano Laté 25, ajustado a su asiento, ojos hacia el horizonte y manos sujetas a sus controles. Le veo a través de una fotografía en blanco y negro, pero en esta postmodernidad que hace prevalecer la imagen a las mil palabras, me falta el movimiento, la acción. No me queda sino apenas imaginarlo, a miles de metros, surcando el Río de la Plata, yendo de Buenos Aires a Montevideo, de Buenos Aires a Ríos Gallegos, en la Patagonia, antes de desaparecer de la tierra –de los cielos- y fundirse en el misterio.(1) 

Lo imagino acaso entonando desde su escueta cabina, en la glacial soledad de las alturas -es decir, más cerca de Dios- algún canto gregoriano que me consta, tanto amaba. Entonando y entonces elevando al Cielo los neumas (2) que nosotros, pies en tierra, nos afanamos en tratar de hacer llegar a lo Alto.


Saint-Exupéry en acción (foto: internet, D.R.)

No fue sino tarde y mal que leí su Petit Prince. Tarde, porque se ha dicho de este opúsculo que integra la mejor literatura infantil reciente; y mal porque lo leí cuando atravesaba situaciones de mi vida que no quisiera revivir; época en que el niño no quería dar paso al hombre, tarde el hombre y tarde el niño, pero tarde es mejor que nunca, enseñan nuestros mayores.

Pues bien, más allá del detalle anecdótico, debo reconocer que el encanto de la obra mueve a querer conocer más de su creador, de la misma forma -imagino de nuevo- que Saint-Exupéry quería saber más del Cielo, y es por ello que se echó a andar a bordo de su avión, atravesando nubes, dibujando desiertos, praderas, mares y océanos desde el aire; viendo acaso la Creación con ojos más cercanos al del Padre bueno, solitario Habitante de Cielos insondables.

Unas cuantas circunstancias –y otras no- hacen que me sienta próximo a Antoine. Permítaseme el atrevimiento de llamarle por su nombre. Mi primer maestro de música llevaba por apellido ese nombre, o por nombre ese prenombre, siguiendo la lengua gala. Era paraguayo, y en mis tiernos doce años qué iba a suponer yo que más de tres décadas después iba a aterrizar en tierras guaraníes precisamente a devolver en parte lo que ese guitarrista y arpista conocido en esas otras tierras guaraníes –la Tierra purpúrea que hoy se llama Uruguay- me había tempranamente enseñado.

Decía que me siento cercano a Antoine –el aviador y escritor francés. En efecto, tanto a él como a mí se nos ha dado la bendición de tener una esposa amorosa, la pasión por escribir e incluso un espíritu de aventurero que llevó hasta las consecuencias últimas, (3) él, solitario navegante nocturno desde las alturas de su vuelo, y yo, navegante del gregoriano, mi aeronave virtual para llegar a Dios, el puerto definitivo.

Antoine en una carta célebre afirmaba que “no hay más que un problema en el mundo: devolver a los hombres una significación espiritual, inquietudes espirituales. Hacer llover sobre ellos algo que se parezca a un canto gregoriano.” (4) ¡Menuda afirmación de este hombre de acción devenido un contemplativo del Aire! -me dije, cuando la descubrí. Después caí en la cuenta que es eso lo que vengo haciendo desde hace 25 años, cuando me eché a volar sobre estas melodías desnudas de todo, menos de lo esencial, que “es invisible a los ojos”, dejando a un costado las graves cuerdas de mi violoncello.


Lanzar la aeronave del canto al infinito
LOS AVIADORES DE DIOS

Cuando se canta gregoriano, es como si se le soplara a Dios al oído, algo así como su Palabra más embellecida. De eso trata esta música, cuando el cantor se planta en medio de un templo o sobre el templo de la Naturaleza, libro en mano o neuma en mente, y abre sus labios “para que (su) boca proclame (Su) alabanza” (Sal. 51,17).

Cantar gregoriano hace que uno sea un aviador de Dios. Cantarle neumas al oído no es otra cosa que volar, montado en un artefacto espiritual 1200 años anterior a los Hermanos Wright. Un artefacto que una vez posado en el aire, llega alto con el canto. El aire que sale de los pulmones de los hombres y mujeres sopla hacia Dios en un arco inefable. Maravilla de la creación humana, cuando busca remedar aunque no sea esto más que un intento apenas voluntarioso, la magnificencia divina: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento” (Sal. 19,2).

Pero quien canta, lo ha de hacer en conformidad a la voluntad divina: “con destreza” (Sal. 47,7), es decir, controles en mano, firmemente, y abierto el corazón, a fin de ajustar la ciencia del canto y de la oración -la mejor de las teologías- a la ruta sagrada. No podría ser de otra manera, ya que el descuido, el uso del “piloto automático”, rehúsa la naturaleza de esta clase de espiritualidad lírica. Y, habida cuenta del carácter dialógico de la liturgia, una tal actitud supondría una falta contra el Segundo Mandamiento, pues escrito está: “maldito quien haga el trabajo del Señor con dejadez” (Jer. 48,10).

Solo así el enamorado de Dios que se lanza en su  búsqueda, elevará como en un gesto del alma todo el impulso de que es capaz, dejando a los hombres las huellas de su camino, como el surco de una siembra prodigiosa, cuyo canto se hace encanto. Pienso en los dibujos que regalan a los transeúntes, los aviadores sobre el cielo de París.

Los aviadores de Dios saben bien del “vuelo” que demanda este soberbio alleluia
del modo VIII. Obsérvese el iubilus sobre el (abreviado) Nombre divino.

Cantar gregoriano entonces es también sembrar para Dios. Hacerse un sembrador que en marcha hacia el Cielo, busca la tierra fértil de los corazones de los hombres. Y ¿quién no es sensible a la voz de Aquel que es la pura Belleza, cuando se la pronuncia con el arte y majestad inherente a la misma naturaleza del repertorio gregoriano?   

San Juan Damasceno  afirmaba que la música es “el arte de los sonidos que se llaman entre sí”, y es precisamente esa la sucesión armoniosa y misteriosa con que quien canta va tejiendo,  un punctum junto a otro punctum, un neuma junto a otro neuma, el camino hacia las alturas, ruta aérea con destino al Cielo.

Sigo imaginándome al conde Antoine de Saint-Exupéry montado en su monoplano, mientras la luna, femenina, insinúa su reflejo de plata en el río homónimo. Apenas le veo en su cabina, entre tanto piensa hacer caer una copiosa lluvia de neumas para hacer que el mundo sea un poco mejor al del día anterior.

Así, el cantor gregoriano, misionero y sembrador de la Palabra, aventurero del aire, deja reflejos indelebles, cuando el arte le asiste, mientras el arco de su vuelo solitario, resulta cada vez más acabado y por tanto más fundido en la Perfección, hasta el día definitivo, en que el concierto de voces sea multitudinario. Un megaconcierto sagrado como ninguno, en la plenitud de la Presencia divina.

                                                                      Enrique MERELLO-GUILLEMINOT



(1) En 1998 un pescador encontró frente a las costas de Marsella una pulsera de identidad con el nombre del escritor aviador y de su esposa Consuelo. Diez años después se pudo desentrañar su misteriosa desaparición: el autor de Le Petit Prince y de Vol de nuit entre otros, estaba al mando de un P-38 Lightning, en vuelo de reconocimiento previo a la invasión aliada a Francia -la llamada “Operación Dragón”-, cuando fue abatido el 31 de julio de 1944 por un caza alemán.
(2) Los signos con los que se escribe el repertorio gregoriano. Constan de uno o varios sonidos por cada sílaba del texto.
(3) Expresó de ese momento culminante: “Cuando me muera, Señor, llego a ti, pues trabajé en tu nombre. Para ti la siembra” (Citadelle, 315).
(4) Cf. Lettre au Général X, en « Figaro Littéraire » del 10 de abril de 1948.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El canto gregoriano en los tiempos actuales

¡Cantad al Señor un cántico nuevo! (Sal. 149,1) dice el salmista lleno de entusiasmo al final del salterio. Es el llamado del Señor, exhortación y a la vez casi un mandamiento a la alegría, a la alabanza y hasta al arte sacro, que es el arte verdadero, pues recreando la belleza se está más cerca de la Belleza misma.

Hace 22 años  vivía en una parroquia encomendada a sacerdotes palotinos, en Montevideo, Capital del Uruguay. Acababa de terminar mis primeros estudios de canto gregoriano con Eugenio Garateguy, exalumno de la prestigiosa Escuela de Música Sacra de Ratisbona. Mi proyecto era organizar una coral para que el Prof. Garateguy hiciera revivir bajo las bóvedas de la iglesia parroquial el canto gregoriano, y yo mismo pudiera integrarme a esa coral. Cabe consignar que en esa época no había en Montevideo ninguna parroquia donde se pudiese cantar las misas valiéndose de este repertorio sagrado.

El proyecto finalmente prosperó y pronto el Coro “San Gregorio Magno” comenzó a realizar su servicio litúrgico, cuando una tarde, tras un ensayo, un joven que lo escuchaba con atención se aproxima a mí y me efectuó una pregunta sorprendente: “¿es ud. lefebvrista? Es una anécdota que pinta con trazo certero la idea aún anclada en el sentir de muchos del “espíritu gregoriano” en medio de esta llamada postmodernidad. Para ellos, este repertorio musical venido de los siglos es un género musical que es necesario, si no suprimir, guardar piadosamente en un cajón como quien guarda una reliquia o las joyas de la abuela.

¿Cómo hacer para cambiar este prejuicio? ¿Cómo hacer para que este canto antiguo se transforme hoy en el “cántico nuevo” del salmista? Ciertamente se trata un canto recibido, un canto tradicional (tradición viene justamente del latín tradere: aquello que se recibe), pero no por ello debiera mirársele con recelo; antes bien es parte inapreciable de nuestro patrimonio de fe, tal como reconocía el Vaticano II. Pues además, bien que sea datado en una época pretérita -unos 1200 años para atrás- se trata de un repertorio engarzado en la liturgia romana, en la actual liturgia romana, lo que el Papa no ha dejado recientemente recordarnos una y otra vez.

Un clásico latino se lamentaba que a menudo la opinión tiene más fuerza que la verdad. Precisamente, ese es el problema: imponer la verdad que “no cura, sino que salva” como decía el Dr. Alfred Tomatis en relación al gregoriano, para que éste sea un canto que lejos de evocarnos un pasado más o menos idílico, sea un lenguaje del presente, útil ahora, en esta época compleja, cada vez más necesitada de la simplicidad y de la belleza de la fe, para mejor comprender el misterio de Dios y de su Iglesia.

LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD


Instrumentos tradicionales
durante una misa en Port-Gentil, Gabón (foto: EMG)

La música sacra está fuertemente ligada al momento histórico y a la cultura de cada pueblo. En Montevideo, en París o en muchas otras ciudades del planeta, se puede participar de misas cantadas con gregoriano, algunas acompañadas por el órgano y también por guitarras, lo que suele ser la norma. Así, el movimiento de “rock católico”  reúne en torno al altar a jóvenes con guitarras eléctricas, bajo y batería. Es el caso de Hallel – sonido y vida  de Brasil, que  convoca a millares de jóvenes, desde hace ya 20 años. En el Gabón, en ocasión de una misión docente cumplida en nombre del Coro Gregoriano de Paris, me encontré con comunidades numerosas que cantaban gozosamente a Dios valiéndose de teclados eléctricos y de djembés –el tambor africano. Sin ninguna clase de conflicto, estas comunidades mezclaban melodías  cantadas en francés con otras en latín, o hasta en myené o en fang –sus lenguas vernáculas. La música llena de colorido de nuestros pueblos latinoamericanos constituye otra forma de alabar al Señor magnífica, espontánea, vibrante. No más escuchar la  Misa Criolla de Ariel Ramírez, respetuosa de la forma tradicional latina con su kyrie, gloria, credo, sanctus, agnus Dei… Sí: desde siempre la Iglesia ha animado a practicar la música popular y folklórica porque éstas están fuertemente asentadas en la tradición de los pueblos. Es también el espíritu del Vaticano II (1). Nadie por tanto debiera asumir el papel de Carlomagno, queriendo imponer un repertorio sobre otro. Lo que se debe evitar es introducir en la liturgia “géneros musicales que no son respetuosos del sentido de la liturgia.”(2)Puede ser que la juventud tenga necesidad de echar mano a esa clase de manifestaciones musicales, más próximas al ritmo que a la melodía, lo que se explica por su edad y por la fuerte presión de la sociedad de consumo.


Al ritmo de la música pop, tienen las celebraciones 
multitudinarias de Hallel, Franca, Brasil (foto: www.hallel.org.br; D.R.)

Durante el Congreso de Música Sacra celebrado en Roma en 1985, el abad del Monasterio benedictino de  Solesmes manifestaba: “hay una música que ayuda a la oración y a la elevación del alma hacia Dios y hay otra que la impide; una música espiritual y otra sensual”. Si el mundo se percibe por los sentidos, es evidente también que el límite entre el universo sensible y la sensualidad es tan preciso como el que separa la luz de la sombra. Razón por la que creemos que la desatención a un patrimonio de arte como el gregoriano -cuando se busca cantarle a Dios, en el plano de la transmisión del Evangelio y de la paz que allí se encuentra- supone un error. ¿Qué música de hoy tiene el poder de transformar los corazones, como fue el caso de Alfred de Musset, quien reconocía que fue la música la que le hizo creer en Dios, por no mencionar a Paul Claudel y a tantos otros? Ante todo, habría que pensar más en este aspecto a la hora de actuar.
“¿Es ud. lefevbrista?” –la pregunta no me ha abandonado. La misa latina de Pablo VI o la misa tridentina llamada de S. Pío V restituida al uso, “forma extraordinaria de la liturgia de la Iglesia”(3) no importa cuál, portan en sí mismad el canto gregoriano, o mejor aún: es el gregoriano tal como una ánfora preciosa que lleva las palabras sagradas… de la manera más apropiada a la liturgia, cosa ya reconocida por S. Pío X a principios del siglo pasado. Una sustitución sistemática, hacer de la norma la excepción, impide el conocimiento y el gusto de este repertorio a los más jóvenes en un momento de la historia que necesita a gritos presentar la verdad y no una opinión sobre la verdad, la profundidad de la Iglesia para encontrar allí a Dios en su lenguaje musical más específico, y no una Iglesia que se expresa por medio de una liturgia desprovista, porque la música de la que se sirve no fue lo suficientemente puesta en valor, o considerada como un mero elemento decorativo.
El Choeur Grégorien de Paris durante un oficio en la Abadía de Fontfroide (foto: EMG)
Entonces, así como el Evangelio permanece siempre una buena noticia, se podrá constatar que el gregoriano, de manera casi minimalista, casi en el espíritu de un ayuno sonoro, dice con certeza la novedad del Evangelio. Una forma de cántico nuevo pese a su edad bien diferente a otras formas musicales utilizadas en el presente, que no precisa otra cosa que la sola voz para elevar su amor hacia Dios. Y “¿qué tiene el cántico nuevo si no el amor nuevo? se preguntaba S. Agustín, también tocado por la música cuando abrazó la fe. Y agregaba: “Cantar es lo propio de quien ama”.
                                                                                             Enrique MERELLO-GUILLEMINOT 




(1) Ver Sacrosanctum concilium nn. 118-119.
(2) Ver  Sacramentum caritatis, n. 42.
(3) Ver Sumorum Pontificum, art. 1.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Cantar gregoriano, hablar con Dios


La música en la Iglesia no es como el soundtrack al que el cineasta cambia a capricho. No “ambienta” ni llena huecos; no es meramente declaratoria, ni tampoco persisgue el solo fin de unificar la asamblea de fieles.

 La música, cuando es verdaderamente litúrgica, es el lugar de encuentro con Dios, el espacio sonoro donde celebrar los divinos misterios. Modelo de toda otra música litúrgica reconocido hace ya más de un siglo por S. Pío X, el canto gregoriano es tan parte de la liturgia como “el evangeliario, el cáliz o hasta el mismo celebrante”, expresaba Dom Hourlier (1). Es la liturgia cantada. Desconocerlo es desconocer en realidad la Liturgia misma, de donde el gregoriano brota como la más bella flor, y hacia la cual se inclina con sencilla y fervorosa unción. Pero para cantarlo, comprenderlo y amarlo, es necesario de tiempo, tiempo que reclama para que su miel sea “saboreada” (2); tiempo que a veces en fin, no se “dispone”,aunque se dice que son los fieles los que tiene la premura...

 (Foto: internet. D.R.)

Sin embargo, el canto gregoriano escapa a la dimensión temporal, pues pertenece a la eternidad, eternidad que nace de Dios mismo, el Autor de sus textos. Esto es así, objetivamente; por eso decimos que es música objetiva y no sensual, como aquella de la que penosamente se abusa en las parroquias de todo el orbe cristiano. El gregoriano no recuerda ni evoca otro ritmo ni otra fiesta que el ritmo de la vida y la fiesta de Dios, cuando El mismo se hace Pan para anticiparnos las delicias de la vida eterna, y por eso es el instrumento más idóneo para el culto sagrado.
Es también una música de fuerte contenido antropológico, porque encarna en la naturaleza humana como ninguna otra. Solo la naturaleza humana basta para cantarla, solo la voz -sin instrumento alguno- alcanza para celebrar la Palabra de Dios. Esto se hace patente particularmente en el canto de los salmos, centro de gravedad de todo este repertorio. Allí está desde tiempos antiguos expresado el drama del hombre, inherente a su condición, pero también su fe segura, su esperanza y su caridad sinceras, que son al canto gregoriano, como el alma al cuerpo. En efecto, el gregoriano interpela al hombre, lo enfrenta con sus preguntas más trascendentales, poniendo al mismo tiempo, en sus labios, las respuestas que Dios le ofrece en un ida y vuelta cuya inspiración rebasa la de todo genio musical: con su Palabra le expresamos la nuestra; el Verbo Encarnado canta en nosotros. Es pues metafísico y teológico por definición; perteneciendo así al dominio de lo inaprehensible, donde el nervio auditivo no es sino una puerta de acceso a la Palabra de Dios. Allí termina la Palabra y empieza su contemplación.
 Vivimos una época sometida al orgullo humano. El “yo puedo” pareciera subordinar toda la experiencia del pasado a un plano de inferioridad, sobre la base de un concepto de progreso equivocado. Se ha relegado la recepción y la tradición desde un  “progresismo” mal orientado y esto, en el seno de la Iglesia, contraría su misma naturaleza. Sin embargo y felizmente, lentamente esta animadversión por todo lo antiguo, no importa si bueno o valioso o no -como tal era el razonamiento- va en franco retroceso. El repertorio gregoriano que se nos ha sido dado desde hace más de 1200 años, desde el “no ser” de su carácter contemplativo y su pobreza minimalista, nos refiere a un universo diferente donde todo es paz y luz, donde habita Dios en todo su esplendor y belleza. Donde Él nos habla desde su Espíritu y, si tenemos el don de la gracia, podemos responderle.
 
                                                                       Enrique MERELLO-GUILLEMINOT
 

(1) Cf. Jacques HOURLIER, Entretien sur la spiritualité du chant grégorien, Solesmes, 1985, p. 67.
(2)  El vocablo melodía se relaciona desde su etimología griega con el producto de la abeja.